En recientes artículos sobre banca y finanzas en medios digitales,  he leído criterios  que afirman que Venezuela posee una de las normativas más «robustas y específicas» en materia de criptoactivos, y que la aplicación de esta podría ser una palanca de desarrollo.

Ahora bien, la  realidad jurídica y socioeconómica del país dista mucho de permitir que dicha normativa, por muy «robusta» que parezca en papel, genere beneficios concretos o impulse un desarrollo financiero y económico genuino.

Calificar la normativa venezolana sobre criptoactivos como «robusta y específica» es una hipérbole peligrosa. Si bien es cierto que existen instrumentos legales como la Ley Constitucional Antibloqueo para el Desarrollo Nacional y la Garantía de los Derechos Humanos, el Decreto Constituyente sobre el Sistema Petro y diversas providencias de la Superintendencia Nacional de Criptoactivos y Actividades Conexas (SUNACRIP), la realidad es que esta legislación es, en muchos aspectos, contradictoria, ambigua y altamente discrecional.

La velocidad con la que se han emitido y modificado normas, muchas veces sin un debate público adecuado o una consulta técnica exhaustiva, genera un marco de inseguridad jurídica que desalienta la inversión y la adopción formal.

La ausencia de definiciones claras para muchos términos clave, la superposición de competencias entre organismos y la potestad discrecional de la SUNACRIP para interpretar y aplicar la ley, lejos de brindar robustez, introducen una gran dosis de incertidumbre y arbitrariedad.

Por otra parte, la idea de que la «motorización de su aplicación por parte del regulador» deba ser el «foco central» es profundamente cuestionable cuando se habla de una normativa que, en la práctica, ha sido utilizada más como una herramienta de control y monitoreo estatal que como un mecanismo para fomentar la innovación y el desarrollo.

A este panorama, habría que agregar que la SUNACRIP, lejos de ser un ente promotor imparcial, ha sido percibida en muchos casos como un brazo ejecutor de políticas que restringen la libertad económica y limitan la verdadera adopción descentralizada de las criptomonedas. La confiscación de equipos de minería, la criminalización de actividades no autorizadas y la falta de transparencia en la gestión de la política de criptoactivos son ejemplos claros de cómo la aplicación de la normativa ha sido un obstáculo, no una palanca.

Finalmente, sobre la «presión de uso» generada por el escenario inflacionario y la inestabilidad macroeconómica, si bien describe una realidad innegable, omite una crítica fundamental: esta adopción no es producto de un ecosistema saludable o de una política pública exitosa, sino de la desesperación y la falta de alternativas ante el colapso de la moneda nacional.

La población recurre a los criptoactivos no por su potencial innovador, sino como un refugio de valor precario frente a la hiperinflación.

Canalizar esta «experiencia» en «estrategias de desarrollo institucional» es una quimera si no se abordan las causas estructurales de la crisis económica y la falta de confianza en las instituciones.

Mientras persistan las restricciones cambiarias, la inestabilidad jurídica, la represión de la iniciativa privada y la ausencia de un estado de derecho predecible, ninguna normativa, por muy «robusta» que se pretenda, podrá transformar el uso forzado de criptoactivos en una verdadera palanca de desarrollo para la nación.

La adopción forzada de criptomonedas por necesidad no es sinónimo de progreso; es un síntoma de una profunda disfunción económica.

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